martes, 30 de diciembre de 2008

Sequedad

Ambos callaron y ella tomó la excusa y lentamente se alejó.
Caminaba como si el mundo se hubiese detenido, su fino cabello brotaba como hilos marrón al compás del caminar.
Se paseaba el aire cerca de la boca chocando bruscamente cuando ella exhalaba el odio y la incomprensión.
Las dudas eran graves pero el sentimiento era leve, ¿por qué el calor no había tocado el corazón?, ¿por qué no estaba embriagada de pasiones?
La gravedad del otro eran sus motivos, los de aceptar y los de desquebrajar el alma. ¿Era muy joven?, ¿era una niña?, ¿lo era?
Entre su horizontal mirada veía como llegaban osados mozuelos a deslumbrar con sus dones, a conquistar sus anhelos, ella lo apreciaba, se disfrazaba con sus cantos y sus colores pero sus ganas yacían insípidas.
Dónde estaba el que robaría su alma, a su corta edad ella no esperaba al caballero ni al príncipe, más bien reía con el juglar confundiendo alegría con amor.
Llegó aquel que la encadenó a su pecho, le mostró su amor y ella al ver la paz, la creyó amor; pero sus venas no se hincharon, no arremetió la angustia contra la espera del no tenerlo.
El alma le preguntaba a diario por qué no se embotaba su corazón de riquezas, de amores, de flores; ella jamás escuchaba, parecía no existir.
Bebía sabia de la tierra, creía humedecer las ganas con agua en vez de amor, los sueños los tenía intactos por no saltar al encuentro de nadie. Y nadie la vio sufrir, sólo las largas noches sin espera, sólo las noches que no arrullaban.
Y así anduvo por la soledad, con una pobreza más grande que no tener un corazón ajeno como propio, sino la de no anhelar tenerlo.

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